Cuento de R. de la Lanza: Soy corrector, ¿y qué?

plumas estilográficas

Durante mis años de corrector de estilo en las editoriales y periódicos más prestigiosos del país, siempre me destaqué por no dejar pasar ni un pequeño desliz gramatical, por muy intencional que fuera, sin exigir una defensa contundente de la expresión.

Si se trataba de un giro redundante, el autor debía explicar a mi entera satisfacción el énfasis coloquial y su utilidad retórica, así como su impacto mediático.

Muchas veces podía yo percibir el recurso o la intención del giro, y la mayoría de esas veces habría podido simplemente dejar la expresión tal como había sido escrita o, en su caso, corregir, matizar y pasar el fragmento como bueno.

Pero no podía. Una fuerza superior a mi condescendencia, colgada de una suerte de compromiso profesional, me obligaba a subrayar, encerrar en cuadros o marcar los pasajes, para luego obligar a los redactores, reporteros , escritores y demás colaboradores a venir a mi cubículo con esa sorprendida expresión de indignación a preguntarme:

—¿Qué marcaste aquí? —decía, por ejemplo, Cándido Maneratto, el encargado de la sección cultural del diario ****, quien todas las semanas escribía una reseña de los conciertos de las orquestas que tocaban en la ciudad.

—¿Cómo que qué? Aquí dices “Prefiero a Yanni que al Huapango de Moncayo”.

—¿Y qué?

—¿No te das cuenta? Estás comparando dos cosas distintas: Yanni es una persona, mientras que el Huapango es una obra musical. No puedes comparar un ser humano con una obra y hacer una comparación apropiada y, por lo tanto, un juicio justo.

—Dame eso. Ahorita te lo paso.

Maneratto era activista: nunca se daba por vencido. Pero curiosamente nunca protestaba por mis indicaciones de eliminar la expresión “las y los niños” o “las y los solistas” por “los niños” y “los solistas”, desde que fingí estar de acuerdo con él y envié a formación una reseña suya que iniciaba así:

“Las y los niños cantores y cantoras de Viena realizarán una gira por Latinoamérica”.

Así que siempre se llevaba su tarea, la hacía y la traía. Esta vez, como siempre, volvió a los pocos minutos.

—¿Ya listo, mi Cándido?

—Metonimia.

—¿Metes qué?

—Es el tropo que consiste en reemplazar el nombre de alguna cosa por el nombre de otra que está relacionada con la primera…

—Dime algo, Cándido, ¿entiendes lo que me estás diciendo?

—…por ejemplo, reemplazar el nombre de una obra mencionando a su autor, como cuando dices “tengo que leer a Platón”, en lugar de “tengo que leer los libros escritos por Platón”.

—¿Otro ejemplo?

—Decir “Yanni” en lugar de mencionar los títulos de sus canciones.

—Así que…

—Así que se queda como lo puse. Estoy bien. “Prefiero a Yanni que al Huapango de Pablo Moncayo”.

—…donde “Yanni” se refiere a su obra, por metonimia. Muy bien.

—Eres un pesado —decía, y se volteaba de golpe, como queriéndome echar en la cara su melena inexistente, pues estaba calvo.

Y ya que daba unos pasos, me hacía la Britney-señal.

Debo confesar que esos momentos hacían de mi miserable oficio una delicia de diversión todos los días.

Era yo como el cadenero de un antro textual al que se entraba solamente con mi venia.

Aquella vez que Maneratto me soltó una letanía sobre la lucha de géneros y el lenguaje, yo le compuse su nota de los niños cantores y a los diez minutos toda la redacción se cimbró por los gritos de Facundo, el coeditor, que después de llamar a Cándido a su oficina, azotó (o eso intentó, porque era sólo una hoja y como no pesaba nada, flotó lento en el aire antes de caer sobre el escritorio) la nota en el escritorio y le dijo:

—¿Qué rayos crees que estás haciendo? ¿Qué es esto?

—No entiendo.

—No puedes pasar esta porquería a formación sin dársela primero a corrección.

—Pero si se la entregué.

—¿A quién se la diste? Te recuerdo que a ti te toca trabajar tus notas con “Agrián” —Facundo, el coeditor, pronunciaba raro todas las erres, especialmente… todas.

—Y efectivamente, se la di a él.

—¡Mentira! Si “Agrián” hubiera corregido esta cosa, no traería estupideces de redacción como ésta. Lee en voz alta.

—”Las y los niños cantores…”

—¡”Las y los niños”! ¿Qué mamada es ésa?

Toda la redacción escuchaba divertida el berrinche estilo J. Jonas Jameson de Facundo. Adoraba esas rabietas. Así se sentía jefe. Nunca despedía a nadie, porque no tenía esa prerrogativa, pero se desquitaba sermoneando a gritos.

Yo gozaba los ademanes de nerviosismo y frustración del Cándido colaborador. “A ver —musité—, a ver si muy cabroncito, suéltale tu arenga de enfoque de género, güey. Muy activista, ¿no? Aquí es donde debes hacer valer tus convicciones”.

Mientras tanto, el regaño seguía.

—¡Eso de “las y los niños” no sólo es una falta gramatical, sino una mamada que se puso de moda ahora que fue presidente ese idiota de la Coca-Cola! ¡Nosotros no caemos en trampas tan burdas! Lo deberías saber tú, que estás en Cultura.

—Y… yo pensé que…

—Haces bien, pero cuando termines de pensar, escribes, y cuando terminas de escribir, le pasas todo lo que escribes a “Agrián”, ¿entendido?

Todos voltean a verme cuando oyen a Facundo pronunciar mi nombre con tan afortunada metátesis. Yo sé que todos me dicen así: “Agrián”, aunque cuando se dirigen a mí se esmeran en mudar bien a “Adrián”. No me molesta. Al contrario.

De pronto me di cuenta de que Cándido Maneratto se dirige a mi cubículo con la hoja que le dio Facundo. Le prodigo mi cara más hipócritamente solidaria —para que siempre desconfía de mis buenas intenciones— y le hago un sonriente gesto de “¿En qué puedo servirte?”.

—Aquí tengo esta nota. Es para la primera de Cultura. ¿La revisas, “porfa”?
Desde la oficina de Facundo se puede ver claramente mi cubículo. Es obvio que Maneratto se siente observado. Cosa más divertida cuanto que Facundo está otra vez chateando con su novia y para cuando Cándido salió de su terruño, él ya había tirado a la basura el asunto.

A eso le llamo yo delegar responsabilidades, carajo.

—Con mucho gusto, camarada Cándido.

—Eres un pesado —dijo. Y se volteó de golpe, como queriéndome azotar su imaginaria melena en la cara.

Lo sé: soy de lo pior.

Autor del cuento: R. de la Lanza



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