España se ha convertido en uno de los destinos preferidos de los amantes de la buena cocina. Es lógico teniendo en cuenta que algunos de los mejores cocineros del mundo son españoles. Ejemplos no faltan, mas para no extenderme demasiado, recordaré al propietario de El Bulli, Ferrán Adriá, distinguido como el mejor cocinero del mundo en cinco ocasiones, o a los hermanos Roca, de El Celler de Can Roca, restaurante elegido en 2015 –y ya es la segunda vez– el mejor del mundo.
Esta proliferación de la buena cocina se ha convertido en un fenómeno televisivo y social, y a estas alturas no sorprende ver en la caja tonta a chavales de diez o doce años preparando platos selectos y, en opinión de los chefs que los han probado, exquisitos.
Lo que antes era una tarea sacrificada exclusiva de nuestras madres y de nuestras abuelas, que combinaban con otros quehaceres de la casa sin que nadie les diera una medalla o una condecoración, es hoy día la pasión creativa de numerosos niños, jóvenes y adultos, deseosos por aprender todo sobre la cocina, atentos al menor detalle culinario, como si la vida les fuera en ello.
Escribo estas líneas con cierta envidia: ese salto que ha dado la cocina –antes una actividad meramente alimenticia, hoy un arte sublime– no tiene parangón en el mundo de la escritura. Muy al contrario, mientras niños de apenas diez años queman la cebolla con un soplete para ahumar las sardinas y preparan de postre canelones de calabaza y escarcha de frutos secos, un porcentaje tristemente alto de estudiantes no pasa de exhibir sin complejos un uso chapucero y feo del lenguaje, que adornan con numerosas faltas de ortografía, tantas que sus profesores se ven obligados a hacer a una lectura interpretativa de los exámenes cuando los corrigen.
Mientras chicos resabidos hablan con propiedad y conocimientos de la cocina minimalista, hacen filigranas al emplatar y disertan sobre las mejores combinaciones de los alimentos, el lenguaje es maltratado una y otra vez con nocturnidad y alevosía por sus compañeros –y posiblemente también por algunos de ellos. No encontraremos a chicos ilusionados por la gramática, la sintaxis y la ortografía, en parte porque estas materias con demasiada frecuencia tampoco encandilan a sus profesores. En las aulas, león come gamba un día sí y otro también.
La escritura es una de las mejores fórmulas que tenemos para relacionarnos, y al parecer a nadie –o a casi nadie– le importa su actual degradación. Gracias a la escritura se han inmortalizado, para bien de la humanidad, grandes avances médicos, tratados de paz, constituciones, herencias patrimoniales, cartas de amor, demandas, invitaciones de boda, periódicos, revistas, fanzines, tesis, novelas, ensayos, poemarios, etcétera. Conocemos la Historia en gran medida gracias a la escritura, y gracias a ella aprendimos en la escuela a crecer como homopensantes.
El lenguaje también se cocina con materia prima de calidad y con vocación. Y, sin embargo, su importancia es ninguneada frente a las tagliatelle de consomé a la carbonara, la crema de caviar de avellana o el shabu-shabu de piñones.
Tendremos que asumirlo: aunque la escritura ha conformado nuestra cultura y nuestra civilización, son pocos los que trabajan por preservar su salud. Lo más moderno, lo más chic, es cocinar bien y escribir fatal.
La escritura, ay, ni conquista el estómago ni daría juego en un programa televisivo. Me temo que un máster de escritura televisivo estaría condenado al fracaso.
¿Quién en su sano juicio se sentaría frente al televisor para contemplar a cuatro rara avis interesados en hacer de la escritura un arte gozoso?
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¡Nos vemos en el siguiente post sobre corrección de estilo! ¡No te pierdas los posts anteriores!
Francisco Rodríguez Criado es escritor, corrector de estilo y editor de varios blogs enfocados a la literatura y el lenguaje (Corrección y Estilo, Grandes Libros, Narrativa Breve, Escribir y Corregir, Corrector Literario…).
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