Julio Cortázar (1914-1984) es uno de los escritores más representativos del pasado siglo. Escribió poesía, entrevistas, crítica, teatro… si bien cuando pensamos en él acuden a nuestra mente sobre todo sus cuentos y su novela rupturista Rayuela, que puede leerse a la manera tradicional, por orden cronológico, o bien siguiendo el orden de capítulos que nos sugiere el propio autor.
Tradujo la obra de grandes escritores: Daniel Defoe, G.K. Chesterton, André Gide, Margarite Yourcenar y Edgar Allan Poe..
«El cuervo», de Edgar Allan Poe, traducido por Julio Cortázar.
El estilo de escritura de Cortázar
El hecho de que Cortázar fuera un ávido lector influyó para que recibiera influencia de escritores muy diversos. Aquí habría que incluir a los autores clásicos, a Jean Cocteau, John Keats, Jorge Luis Borges… Leía novelas francesas, anglosajonas, mucha poesía española (Salinas, Cernuda), y llegado cierto momento se empapó del surrealismo.
Le gustaba fusionar, en entornos cotidianos, la realidad con la ficción. Se le considera uno de los autores más rupturistas, como demostró en numerosas narraciones que sorteaban la linealidad temporal. Escritor “juguetón”, el juego con las palabras estaba muy presente en gran parte de su obra, lo cual le permitía cuestionar la propia existencia en el mundo.
Solía dar entrada en sus cuentos a sus aficiones, por ejemplo, el boxeo o la música jazz. (Suele decirse que el bebop influyó también en su forma de narrar).
A modo de ejemplo de su escritura os ofrecemos un microrrelato, “Un cronopio pequeñito” y el relato corto “Continuidad de los parques”, cuyo final, que convierte al texto en metaliterario, ha sido imitado una y otra vez en numerosos cuentos.
Recordemos que los cronopios son personajes creados por el autor argentino. En palabras suyas, «Un cronopio es un dibujo fuera del margen, un poema sin rimas». Los famas y las esperanzas son otros de los personajes que aparecen en su libro Historias de cronopios y de famas (Amazon)
Microrrelato de Julio Cortázar: Un cronopio pequeñito
Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de la calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES, un cuento de Julio Cortázar
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestion de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirian color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
Julio Cortázar
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Imagen: Wikipedia
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