Hay ciertas aptitudes en el desempeño de cualquier profesión que van a determinar, de un modo u otro, el resultado final. En un futbolista, por ejemplo, son muy importantes la técnica, la capacidad táctica, la fuerza, la velocidad, la visión de juego, el sacrificio físico, el regate, el disparo… Según sea el nivel del futbolista en estas variables, así será su valía dentro del terreno de juego.
En el oficio de escribir (de escribir literatura, se entiende) también entran en juego muchas variables, pero, para no hacerlo demasiado largo, yo me quedaría con dos: el nivel de redacción y el duende.
Con “nivel de redacción” me refiero a la sabia elección de las palabras, pues al fin y al cabo las palabras son el material con el que “construimos” la literatura. Una persona que redacta bien es por definición alguien que ama el lenguaje, que se afana en mimar la gramática y en evitar esos agentes tóxicos que lastran la escritura: la mala puntuación, las faltas de ortografía, las redundancias, las frases farragosas, los diálogos mal construidos, las incoherencias, los adjetivos inanes, etc.
Con “duende” me refiero a la magia narrativa, esa virtud que viene de cuna y que ni se compra ni se vende, y que te permite captar la atención del lector mediante la seducción. Un autor (o una autora) con duende sabe “engatusar” al lector en el buen sentido de la palabra, motivarle, emocionarle, hacerle reír o llorar. Demanda atención y la consigue. En definitiva: sabe hacerse querer. Tanto, que el lector llegará a pensar, aunque sea de manera inconsciente, que entregarse a la lectura del texto de ese autor es lo más apasionante que puede hacer en ese momento. En fin, estoy hablando de ese duende que enamora mediante la escritura, y que está –cuando está– en cualquier disciplina artística: la música, la pintura, el teatro, el cine, la escultura…
El nivel de estas dos aptitudes van a marcar, insisto, el feliz (o el triste) resultado de los textos. Aunque hay personas que destacan en ambas facetas, no es inusual encontrar asimetrías en los autores, es decir, encontramos casos de personas que redactan muy bien, pero tienen poco duende; y otros que tienen mucho duende, pero redactan con incorrecciones. En el primer caso es indicativo el comentario del Premio Nobel Ernest Hemingway, que llegó a decir que su esposa, de profesión periodista, redactaba mejor que él, si bien él era mejor escritor que ella. (Siento no recordar a qué esposa se refería: tres de sus cuatro esposas fueron periodistas). Por otro lado, un escritor con duende que redacta mal tendrá siempre mermada su mejor virtud, la capacidad de seducción, pues, como digo, las palabras son el material con el que hacemos literatura, y sin un buen nivel de redacción esa literatura, por mucho duende que uno tenga, nunca será un producto artístico de gran valor.
Y ahora llega la pregunta del siglo: ¿qué es más importante, tener un buen nivel de redacción o tener duende? Aun siendo ambas competencias muy importantes, si me dieran a elegir una, optaría por el duende. Sin él escribir se antoja un proyecto arduo y con poca proyección. Es preferible tener “el encanto de la escritura” y un nivel de redacción “mejorable”, pues siempre estará disponible el comodín de pedirle ayuda a otra persona para subsanar las deficiencias gramaticales (a ser posible a un corrector de textos profesional, no a un aficionado, por muy buena voluntad que tenga). A la inversa (buena redacción, duende escaso) todo resulta más complicado, a no ser, claro, que contratemos a un negro literario, pero esa es otra historia.
En resumen: un autor con duende y deficiencias gramaticales siempre podrá solucionar sus carencias con la ayuda de otra persona, mientras que un buen redactor sin el plus de la fascinación nunca enamorará y por tanto se quedará a medio camino. La literatura es mucho más que una buena redacción, si bien la buena redacción es de vital importancia.
Alguien pensará: «Pero trabajando duro se pueden ganar puntos en el campo de la seducción creativa, ¿verdad?». ¿Queréis una respuesta sincera y cruda? No demasiado. El duende es muy caprichoso: se tiene o no se tiene. Creedme si os digo que hasta los catorce años Leo Messi no le dedicó más horas que yo a jugar al fútbol. La gran diferencia es que él era Messi… y yo no. Él tenía duende y yo, afición. Y por mucho que yo jugara al deporte rey, no salieron de mis botas hat-tricks, regates imposibles, goles ajustados al poste, faltas lanzadas a la escuadra o asistencias inverosímiles. Vamos, que tuve que limitarme a cosas menores en el patio del cole.
Pero, bueno, no hagamos drama: el fútbol no lo es todo en esta vida. Siempre quedará la opción de enfrascarse en la escritura de reflexiones como esta, aunque no interesen a casi nadie…
Francisco Rodríguez Criado, escritor y corrector de estilo
Imagen: Pixabay
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Francisco
Rodríguez Criado
Escritor y corrector de estilo profesional
