De igual manera que para llevar el coche al taller de automóviles no necesitamos saber cómo llegó nuestro mecánico a ejercer esa profesión, tampoco un cliente necesitará saber cómo el profesional que mima sus textos llegó a convertirse en corrector de estilo.
Lo sé, lo sé. Pero esta mañana me he despertado recordando mis primeros pasos como corrector de textos, y quiero compartir esa transición personal y profesional con vosotros, queridos lectores. Poner una nota autobiográfica de vez en cuando no viene mal, ¿verdad? :–)
Adelanto que no hay nada novelesco en el proceso que voy a detallar; se trata tan solo una pequeñísima historia de vasos comunicantes, como tantos que se dan en la vida de cualquier persona.
Mis primeros pasos como corrector de textos
Todo comenzó en 2004, cuando me ofrecieron impartir un taller de escritura creativa en Alburquerque, Badajoz, un proyecto de la Red de Talleres Literarios de Extremadura. Luego impartiría otro en Jarandilla y otros en Madrid con Universidad 2015, pero, como digo, el germen de lo que acabaría siendo mi profesión de corrector debo situarlo en Alburquerque.
Cada curso constaba de diez clases, una por semana. Yo compartía con los miembros del taller ciertas nociones (técnicas de escritura y análisis de textos de autores destacados en el género, básicamente), y ellos tenían que redactar un escrito, que me entregaban en la clase siguiente.
Textos que yo, por supuesto, debería corregir en casa.
Aunque me gustaba mucho retocar los propios relatos que yo escribía (ya había publicado por entonces los libros de relatos Sopa de pescado y Siete minutos ), fue ahí, en clase, cuando comenzó mi pasión por la corrección de textos. Ya fuera en textos redactados en papel, ya fuera en procesador de textos, yo me afanaba en mejorar la calidad formal y en ofrecer algunas alternativas para elevar el nivel de los contenidos. Con el temible bolígrafo en rojo (para los textos en papel) o, en el caso de archivos digitales, con el CONTROL DE CAMBIOS del procesador de texto activado, generalmente Microsoft Word, yo disfrutaba aportando algunas soluciones gramaticales y literarias.
Fue una época muy significativa para mí. Recuerdo con mucho agrado aquellos viajes desde Cáceres, donde yo residía, a Alburquerque, montado en mi coche, disfrutando desde la carretera de hermosos parajes que comenzaban a recibir una capa dorada conforme declinaba el sol, y luego, tres horas después, el regreso a casa, ya de noche, en esa silenciosa noche sin tráfico, mientras mentalmente repasaba cómo había ido la clase.
Impartí aquel taller durante siete años. Mientras tanto, corregía o solventaba las dudas lingüísticas de amigos y conocidos, sin plantearme entonces vivir de la corrección de estilo. Yo, como tantos, quería ser escritor, vivir de la literatura, ganar el Premio Nobel de Literatura, ascender al Olimpo de los dioses destinado a un selecto y pequeño grupo de escritores. Ya sabéis…
Pero la realidad es tozuda, y ser escritor profesional era y es, entre otras cosas, una lotería (a veces amañada, a veces meritoria…).
Para ganarme la vida, hacía trabajos menestrales de todo tipo que, en la mayoría de los casos, nada tenían que ver con la literatura.
Con el paso del tiempo algunos amigos y conocidos contactaban conmigo para que les corrigiera algún texto breve, como decía. Cosas muy puntuales. Pero en una ocasión una empresa de informática en la que trabajaba un buen amigo mío me pidió que revisara unos textos publicados en su web, y aquí, por supuesto, ya cobré por mi trabajo.
Un corrector de estilo… ¿Qué es eso?
Recuerdo que cuando fui a la oficina de Hacienda a registrar ese ingreso por mi trabajo de corrección de estilo, la señora que me atendió se bajó un poco las gafas y me dirigió una mirada inquisitiva.
–¿Corrector de estilo? ¿Qué es eso? –me preguntó.
Puede que ahora muchos puedan responder a esta pregunta sin necesidad de consultar un buscador en Internet, pero cuando yo hice ese primer trabajo profesional los correctores de estilo no estaban tan en boga como ahora. Hoy día hay muchos correctores freelance, escuelas de formación, empresas… pero entonces era una profesión muy poco demandada y, por tanto, muy poco conocida. Esto se notaba, tristemente, en las publicaciones de libros, que en muchos casos salían al mercado sin ser revisados por un experto en lenguaje. Y, teniendo en cuenta que ya comenzaban a proliferar las autoediciones, os podéis imaginar. Muchas veces esos libros veían la luz sin haber pasado por una mínima corrección por parte del editor o de un corrector externo. (Actualmente, por suerte, son muchos los autores que prefieren invertir en los servicios de un corrector de textos antes de publicar. Al menos, mucho más que antes).
En fin. Como me resultaba bastante pesado tener que ir a Hacienda para registrar los cobros puntuales que yo recibía, decidí arriesgar y hacerme autónomo, aprovechando que había descuentos para nuevos autónomos. Ese fue un paso importante. Ya era un profesional obligado a pagar mi cuota de la Seguridad Social, hacer trimestrales y la declaración de la renta. Tenía que hacerlo bien, tomármelo en serio para no fracasar en el intento.
Al principio no facturaba mucho, pero a partir del segundo trimestre noté cierta mejoría en los beneficios, que por entonces seguían siendo insuficientes. Para ir captando clientes trabajé mucho los contenidos sobre el buen uso de nuestra lengua; en mis blogs, en YouTube, Facebook, Twitter, Linkedin… No lo hice mal del todo, pues al año de hacerme autónomo ya podía decir que estaba en disposición de pagar mis facturas sin necesidad de hacer otro trabajo, ni de pedir préstamos a nadie. :–)
Desde entonces, no he parado de corregir, corregir, corregir. Tarea que he compaginado con la escritura y la publicación de mis libros, que no me han dado dinero, pero sí satisfacciones (y algún que otro disgusto. Si duro es el oficio del corrector profesional, más duro es el del escritor sin suerte). Mis libros, además, han potenciado mi faceta de corrector especializado en literatura. Eso ha sido una gran ayuda: muchos escritores prefieren que el corrector sea igualmente escritor. Esos conocimientos literarios que tengo yo le añaden una capa extra, por así decirlo, a mi trabajo).
Han pasado muchos años desde 2004, y aquí sigo, ejerciendo una profesión que me gusta mucho y que –esto no es un tema menor– puedo ejercer en cualquier lugar, en cualquier momento: en una cafetería, en un parque, en el hall de una universidad, en el coche… Algo que un padre de dos niños siempre agradecerá.
Esto es todo, amigos
Bien mirado, podría decirse que soy un escritor reconvertido en corrector de estilo. Ambas facetas me aportan mucho, ambas me permiten entregarme a una de mis grandes aficiones: la lectura en general y la literatura en particular.
Esta será para el lector una pequeña e intrascendente historia, pero es mi historia, una de las pequeñas grandes historias de mi vida.

Francisco
Rodríguez Criado
Escritor y corrector de estilo profesional
