Hace algunos años corregí el manuscrito del padre de un amigo. Este señor, persona de cierta edad, no había escrito nunca, y ahora lo hacía aprovechando que estaba jubilado y tenía mucho tiempo libre. Es decir, escribía por simple afición, sin grandes pretensiones literarias.
El manuscrito, extenso, tenía muchos errores lingüísticos. No exagero si afirmo que hice miles de intervenciones en él. Mi amigo se llevó las manos a la cabeza cuando vio tantas correcciones señaladas en rojo, el temido color del delito.
–Mi padre se va a tirar por la ventana cuando vea que comete tantos errores. Te aseguro que no llegó a imaginar que serían tantos –me dijo entre socarrón y preocupado.
–Vale. En ese caso –sugerí– pásale el archivo de Word en limpio que te envié, el que lleva todas mis correcciones incorporadas, con el control de cambios desactivado y sin mis comentarios en el lateral derecho. Verá un texto pulcro, sin rastro de sus “delitos” gramaticales.
Y eso hizo mi amigo.
A los dos días me telefoneó.
–Oye, me pide mi padre que te dé las gracias por lo que hayas hecho. De todas formas, estaba algo quejumbroso, porque cree que has dejado su manuscrito tal como estaba.
Los dos nos echamos a reír.
Valga esta simpática anécdota para ilustrar que los manuscritos, una vez pasan por las manos del corrector, quedan igual que estaban… ya lleven decenas, cientos o miles de enmiendas incorporadas (dependiendo del nivel de redacción del autor). Son, digamos, el mismo texto, aunque sin errores lingüísticos, que no es poca cosa. Pero un autor sin experiencia en esta materia puede creer, si no le enseñas el archivo de las correcciones, que le has devuelto su manuscrito tal como lo recibiste. Es decir: pensarán que les has cobrado dinero por no hacer nada.
Esto ocurre porque los autores podrán escribir mal, pero pronuncian correctamente lo que está mal escrito.
Con un ejemplo lo veréis mejor:
“Hacia mucho tiempo que Sonia no veia a Juan, y ahora, de repente, aparecia ante ella, tan guapo como siempre con un revolver en la mano”.
En esta frase hay varios errores. Esto es lo que he hecho:
–He sustituido la preposición “hacia” (sin tilde) por “hacía” (pretérito imperfecto del verbo “hacer”, con tilde).
–He tildado los verbos “veía” y “aparecía”.
–He incluido una coma tras “siempre” (para cerrar el inciso, que debe ir entrecomillado).
–He puesto la tilde a “revólver”, pues “revolver”, sin tilde, es un verbo (palabra aguda), no el sustantivo que designa a una arma corta de fuego.
Parecen muchos errores en una sola frase, ¿verdad? No obstante, si le pidieras al autor imaginario que la ha redactado que la leyera –con todos los errores presentes–, la pronunciaría correctamente, e incluso haría la pausa tras “siempre”. Es decir, pronunciaría la oración como si estuviera así:
“Hacía mucho tiempo que Sonia no veía a Juan, y ahora, de repente, aparecía ante ella, tan guapo como siempre, con un revólver en la mano”.
Sirva esta larga introducción para ilustrar cómo sería de ingrata la profesión del corrector de estilo si no guardáramos un archivo con todos los cambios realizados en cada manuscrito, archivo que, por supuesto, se le envía al cliente. Esto ocurre, insisto, porque muchas personas no encuentran diferencia entre un texto mal redactado y ese mismo texto, ya corregido.
Pero el caso que quiero comentar en estas líneas es el contrario: el de aquellas personas que, lejos de creer que el corrector no ha intervenido en su manuscrito, se pasan al otro extremo y rechazan contratar nuestros servicios por el temor a que cambiemos incluso su forma de escribir.
La frase entrecomillada que titula este post, “No quiero que un corrector corrija mi texto, porque puede cambiar mi manera de escribir”, es el argumento en el que se escuchan algunos autores –pocos, afortunadamente– para rechazar la colaboración de un corrector de textos.
Convencer a estas personas de que están en un error es muy difícil. Mark Twain estaba en lo cierto: “Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados”. Por si fuera poco, tengo comprobado que cuanto más peregrina es una idea, más difícil es convencer a esa persona de que está en un error. Lejos de modificar su pensamiento, se enrocan en él, lo defienden a capa y espada, y buscan cualquier punto de apoyo que pueda servirles para seguir en su zona de confort, por muy equivocados que estén.
Pero es mi misión –autoimpuesta– explicar por qué ese miedo al corrector de estilo es, como tantos miedos, no solo injustificado, sino también absurdo. Tan absurdo como negarte a llevar tu coche Audi A6 al taller mecánico por miedo a que, tras la reparación, te entreguen un Mini. (O viceversa). O negarte a ir al peluquero para que corte las puntas de tu media melena por miedo a que este tenga la ocurrencia de teñirte el pelo de violeta.
Un corrector de estilo profesional no puede modificar la manera de escribir del autor. Su cometido es corregir la mala puntuación y las faltas de ortografía, eliminar las redundancias, articular de manera apropiada los diálogos, destacar en cursivas las palabras que lo requieran, detectar y subsanar incoherencias, etc. En algún caso puntual, podrá reformular alguna frase para que se entienda mejor, pero nunca, nunca, deberá cambiar el estilo del autor (a no ser, claro, que el autor quiera una reescritura de su texto, pero eso ya es otro asunto, y bastante más caro, por cierto).
Un corrector, por ejemplo, no puede modificar, motu proprio, un manuscrito articulado en frases largas y dejarlo en frases cortas, así, porque le apetece, porque le gusta más, porque el Pisuerga pasa por Valladolid… Imaginaos que tomamos una novela a la manera de Marcel Proust y lo dejamos con el estilo de un relato de Raymond Carver. Eso, ciertamente, sería una suerte de delito o broma de mal gusto, algo así como –rescato el ejemplo de antes– pedirle al peluquero que te corte las puntas de tu larga cabellera y en respuesta, por capricho, tiña tu pelo de violeta, o lo rape al cero.
Se da por hecho que el objetivo de un profesional es ejercer correctamente su profesión. Así es como debe ser, y así es como ocurre en la inmensa mayoría de los casos.
Además, es habitual que el autor que solicita los servicios de un corrector de textos le indique a este desde el primer momento que hay ciertas cosas que quiere mantener tal como están, por ejemplo, el lenguaje informal de un personaje de extracción social baja. O que prefiere que el adverbio «solo» y los pronombres demostrativos sigan llevando tilde (pese a que la RAE aconseje lo contrario).
Además, si un cliente no se fía del tratamiento que puede darle el corrector a su texto, siempre podrá pedirle un presupuesto para la corrección de unas pocas páginas, a modo de ejemplo. Así no tendrá que invertir mucho dinero por ahora, a la espera de comprobar si el resultado de esa prueba es de su agrado.
En fin, creo que ya he argumentado que la frase “No quiero que un corrector corrija mi texto, porque puede cambiar mi manera de escribir” no tiene ningún sentido, y que es un temor que el cliente debería desechar.
A no ser, claro, que el estilo de escritura de un autor se base en las faltas de ortografía, la puntuación incorrecta, las redundancias, las incoherencias, los tiempos verbales inapropiados, un léxico pobre, diálogos mal articulados, etc.
Si ese es su estilo y se siente orgulloso de él, lo mejor es que, en efecto, no solicite la ayuda de un corrector de estilo profesional y siga en sus trece, agotando la paciencia de sus sufridos lectores.
Francisco Rodríguez Criado, escritor y corrector de estilo.
60 errores lingüísticos , explicados y corregidos
¿Podar los textos nos hace mejores escritores?

Francisco
Rodríguez Criado
Escritor y corrector de estilo profesional

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