¿Cómo? Con mucho trabajo. La corrección de un manuscrito requiere una atención esmerada: las erratas, las redundancias, los solecismos, las incoherencias conceptuales y otras malas hierbas del lenguaje viven agazapados entre las palabras de ley, como si pretendieran dificultar la tarea del corrector.
Pero el buen corrector no baja la guardia; muy al contrario, con el paso de los años se ha convertido en un incombustible cazador de incorrecciones lingüísticas.
Este duro trabajo de campo, por muchos que algunos se empeñen en lo contrario, no debe hacerlo el autor sino una tercera persona, alguien bien preparado para estas lides que se acerque al manuscrito con ojos nuevos, frescos, no contaminados por el arduo proceso de la creación. El autor ya hizo su trabajo, ahora solo falta que el corrector haga el suyo, de tal modo que el manuscrito llegue a la imprenta formalmente lo más digno posible. El lector se lo merece.