Corrección de estilo. A veces el cliente no ayuda

plumas estilográficas

Tras corregir el manuscrito, se lo envié a la autora en dos archivos: uno con mis cambios señalados en rojo, y otro ya en limpio, con esos cambios incorporados y el control de cambios de Word desactivado. La autora me felicitó por mi trabajo. Mi tarea había concluido. Ya no me quedaba sino solventar las dudas de última hora que pudiera tener la autora.  

Pero a veces las cosas no resultan tan fáciles. El procedimiento que acabo de narrar es el habitual, pero en esta ocasión habría una segunda parte: la autora me escribió dos meses después para decirme que su manuscrito estaba ya en la imprenta, pero el maquetador había encontrado que faltaban tildes en algunas palabras.

¿Errores con las tildes en manuscrito que yo había corregido? Me resultó extraño. No digo que no se me puede pasar alguna (errar es humano, o eso dicen), ¿pero tantas como para que el maquetador lo percibiera?

Le dije a la autora que no se preocupara, que le daría otro repaso a la novela. Cuando la recibí en formato PDF, nada más comenzar a leer me percaté de que aquella no era “mi” novela, es decir, no era la novela tal como yo la había corregido. Eran tantas las deficiencias, que “faltan algunas tildes” sonaba a eufemismo. Le pregunté a la autora si había hecho cambios después de mi revisión y me respondió que sí, que algunos, pero no demasiados, que solo la había abreviado un poco y había eliminado algunas frases en inglés (uno de los personajes era británico).

No era cierto: había modificado la novela de principio a fin, tal como comprobé al confrontar el achivo de Word que yo le había enviado y el PDF que me había remitido la imprenta. Tal vez la historia seguía siendo en esencia la misma, pero los errores lingüísticos volvían a ser numerosos. No tan numerosos como antes de que el manuscrito pasara por primera vez por mis manos, pero lo suficientemente numerosos (y groseros) como para obligarme a corregir el texto de nuevo, de principio a fin. Volver a empezar, que diría José Luis Garci.

Aunque la autora tenía cierta soltura a la hora de narrar, y el resultado final era atractivo, su dominio del castellano dejaba mucho que desear. Escribía faltas de ortografía, desconocía cómo se articula un diálogo, repetía palabras, algunas frases eran incoherentes, confundía los tiempos verbales… Así las cosas, con las intervenciones que hizo a última hora (sigo sin comprender con qué objetivo) fue dejando, paralelamente, un reguero de cadáveres… lingüísticos.

Por no hacer esto demasiado largo: acordé con ella que yo realizaría una nueva corrección. Le cobraría menos, pues ella ya había hecho un desembolso económico. Finalmente, le cobré un precio simbólico que no me compensó ni por asomo las muchas horas que dediqué a esta segunda corrección.

En fin: no sabe uno por dónde va a salir la cosa. Cualquier oficio está sujeto a contingencias, y el del corrector de estilo no iba a ser menos. Yo ya había hecho un buen trabajo en la primera ronda (corregí miles de faltas), y tuve que hacer una segunda corrección que no entraba en mis planes, ahora con centenares de correcciones.

Este caso viene a ilustrar por qué, exceptuando algunos casos, prefiero no salir en los créditos de un libro: nunca se sabe hasta qué punto el trabajo que realiza el corrector de estilo se refleja en el texto una vez pasa por imprenta.

¿Qué es una corrección ortotipográfica?

Como corrector de estilo nunca te harás rico

¿Cuántas palabras deberían tener las frases?

Francisco Rodríguez Criado, corrector

Francisco

Rodríguez Criado

Escritor y corrector de estilo profesional
Solicita un presupuesto de corrección para tus textos

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.